Podría
hablaros de dolor o tristeza. Podría deciros que una sombra oscura y fría ocupa
el lugar donde hasta entonces se encontraba mi corazón, pero os estaría
mintiendo.
Abril
puede que no haya comenzado con noticias alegres para mí, pues el día 15, mi
padre, murió en el hospital de Igualada. Tenía 76 años y arrastraba una
enfermad desde hacía 20 años.
La
esclerosis múltiple se lo llevó, tranquilo, mientras un ángel de bata blanca
calmaba su dolor.
Cuando
comenzó a dormirse en la oficina, los médicos dijeron que tenía un tumor
cerebral, tumor que desapareció como si de un milagro se tratara tras una
visita de mis padres a Lourdes, de eso ya hace mucho. ¿Milagro?
¿Error médico? Llamadlo como os guste más, pero después del tumor, vino un
infarto cerebral, que le dejó vegetal en una silla de ruedas. Silla de ruedas
de la cual, un buen día, se levantó por sí solo y apareció aguantándose en ella
en medio del comedor para sorpresa de todos los que nos hallábamos allí, mientras decía: "Sóc massa jove per estar en cadira de rodes"
Tras
unos años bien, volvió a enfermar de algo totalmente desconocido, perdiendo poco a poco habilidades, que no añoras hasta que careces de ellas. Al fin, nos dijeron que tenía “Esclerosis múltiple”.
La
doctora del hospital que despejó nuestras dudas, nos dijo que nos habíamos acostumbrado tanto a su
enfermedad, que no nos habíamos dado cuenta que eso era el final. Que su cuerpo
ya no quería vivir más y que el negarse a comer era su forma de decirlo. En verdad, no
es que nos negáramos a ver su enfermedad, sino, que, como familia católica que
nos consideramos, siempre quisimos tratarla como lo que era, una piedra más en
este camino, y por ser mi padre un enfermo excelente, como hombre excelente
que también fue, eso nos ayudó a seguir riendo con él, a no tratarle como un
enfermo, aunque sin darnos cuenta, eso hizo que nos olvidáramos de que tenía una enfermedad
degenerativa que poco a poco le estaba consumiendo.
Siempre
hemos creído que él no se dio cuenta de nada, aunque a veces preguntaba que
hacia sentado en una silla de ruedas. Era curioso, que cuando le decíamos que
ya no podía caminar, el se reía y lo aceptaba.
Durante
los últimos años mi padre solo era mi padre a ratos.
¡Pero
qué ratos!
Aquel
caballero que siempre olía a "Heno de Pravia", al que abrazaba cuando llegaba a
casa de trabajar, como todos mis hermanos, quienes dejábamos cualquier cosa que
estuviéramos haciendo para, corriendo por aquel largo pasillo de Villarroel, ir
a saludarle, mientras nos lanzábamos a sus brazos, siempre abiertos para
nosotros. Aquel que se reunía una vez a la semana para “hablar con nosotros” de
padre a hijo. Aquel que silbaba a mi madre hacia las seis de la mañana, para
desayunar juntos antes de marchar a trabajar. Aquel que me enseñó a amar la música
clásica, durante los conciertos de año nuevo, mostrándome y nombrándome los
distintos instrumentos cuando poco a poco se iban incorporando a la sonata...
Iba
a decir que aquel hombre se ha ido, pero volvería a mentiros. Mi padre siempre
estará aquí, conmigo, con mis hermanos y sobre todo con mi madre.
Cuando
pienso en la vida conjunta que han tenido durante cincuenta años de sus vidas,
veo que su amor siempre fue algo especial. Mucha gente llega a esta edad y se
soporta. Se han acostumbrado tanto el uno al otro, que solo se soportan.
Mis
padres se amaban, y sé que cuando mi madre miraba a mi padre, ella no veía al
enfermo, sino a aquel joven que la enamoró una vez en el castillo de Corbera,
mientras bajaba las escaleras con una mesa sobre su cabeza.
Quiero
amar así y sé que lo conseguiré, pues él, mi padre, me enseñó a hacerlo. Como
también me enseñó que el camino de la vida se ha de caminar con tranquilidad, paciencia, tesón, constancia, mientras aceptas aquello que sucede y que no puedes cambiar.
Yo a
eso le llamo Slow Life, aunque mi padre no supiera ni el significado de esa
palabra.
En los últimos días no he parado de repetir que mi padre hizo las cosas bien, tan
bien, que esperó a irse a las seis de la mañana, pues hacía unas horas que yo
le había pedido que de irse, no se fuera en plena noche, pues sigue dándome
miedo la oscuridad. Le
velé toda la noche, mecida por un semi sueño que era roto por las continuas
entradas de aquel ángel que hizo que su marcha fuera tranquila y en paz, y por
la mañana, avisó en silencio a mi madre que ya había llegado su hora y se fue
arropado por los cientos de besos que ella le dio.
Si,
se llevó todo nuestro amor, pero nos dejó el suyo, junto a sus enseñanzas.
Es
curioso que debido a su enfermedad, solo me queden recuerdos de él de hace
muchos, muchos años, aunque incluso esto quiso hacerlo bien, pues quiso dejarme un bello recuerdo, después de tantos
años de no hacerlo, pues sus últimas palabras hacia mí, en una consciencia que
nos impresionó a todos, fueron:
¡Que
guapa que ets!
Jamás
me había dicho mi padre algo tan bello y así voy a recordarlo.
T'estimo papa, i ho faré per sempre.
Espero que el duelo sea corto y la tristeza de tu pérdida, vaya dando paso a todos los buenos recuerdos que tienes de él.
ResponderEliminarMucha suerte como escritora.
Un abrazo
I.C.
No habia leido aun esta entrada. Sencillamente genial aunque ni estas magnificas palabras pueden llegar a describir lo mucho que nos quiso y nos quiere y lo mucho que queremos a mi padre. Un beso. Danny
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